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Perra virtual
Hacer
la calle ya no rendía. Luz -así se había hecho llamar desde que abrazó la
profesión, a los 14 años, cuando su profesor de educación física la desvirgó
y ella supo, de una vez y para siempre, que hacer el amor era lo que más le
gustaba en el mundo y que por hacerlo cobraría- estaba segura de que los
clientes habitaban espacios invisibles, agazapados en sus casas-terminales, en
busca de sexo-alivio. La conexión pasaba por sus computadoras.
Si de chica le hubiesen dicho que iba a rifar los últimos días de su juventud
consiguiendo clientes vía charlas cibernéticas, le habría parecido el
resultado de un sueño mal imaginado. Pero era así: jóvenes rugbiers,
empresarios de laptop, políticos en ascenso, arquitectos y diseñadores
gráficos, brokers con poco tiempo, liberales venidos a menos, nerds
sin experiencia, estaban ahí, a un par de teclas de su computadora para, en
menos de dos minutos, arreglar un encuentro, más tarde echarse un polvo y
finalmente pagar en concreto.
Luz apenas podía creerlo. Cada tarde entre las cinco y las siete encendía su
computadora, luego habilitaba su modem -que estaba previamente pautado para
conectarse con un número que pertenecía a una prestigiosa red de usuarios- y
luego de unos brevísimos segundos aparecía en su pantalla el programa por el
que accedía a sus clientes que en sus terminales tenían, a su vez, equipos idénticamente
configurados. Ella, entonces, no tenía más que mover el mouse, apretar
una opción en el menú e inmediatamente sabía quiénes se encontraban en línea.
Luz elegía un nombre y lo invitaba a chatear.
Antes de que pasara un minuto el cliente ya estaba marcando una cita virtual que
inmediatamente se convertiría en real y rendidora. El chat era sensual y
provocador; prometía lujuria y efímera felicidad a cambio de un tarifa
razonable que no admitía cuotas. Cada día, la cuenta bancaria de Luz sumaba más
y más y hasta había conseguido una tarjeta golden emitida por el mismo banco
con el que sus clientes le pagaban. Ellos ingresaban en la computadora su número
de tarjeta de crédito y hacían su pago, que era recibido por Luz semanalmente.
Ella no quería recibir dinero de sus manos, la exasperaba el contacto con esos
papeles sucios y manoseados. Así era Luz, algunas veces pudorosa y otras tantas,
insolente. Pero más allá de todo, ahora estaba feliz.
Había podido abandonar el improducitivo errabundeo al que se
había visto obligada a principios de los 90, cuando la depresión económica
parecía amenazarlo todo, desde el cumplimiento del deseo más primitivo hasta
el ejercicio de la prostitución. Sin embargo, Luz estuvo entre los
privilegiados que encontraron una solución para garantizar su supervivencia: su
cadena fabulosa y clandestina de levantes en la red.
Un cliente joven y real, completamente desesperado, pasó una
larga noche con ella. Era su último día en el país. Había decidido emigrar a
San Francisco en busca de una vida Había decidido emigrar a San Francisco en
busca de una vida más digna y sobre todo, más próspera. El joven, Luz recordó
por fin que se llamaba Jerónimo, sin saber muy bien por qué, le hizo llegar al
día siguiente, en un envío puerta a puerta, su computadora, su modem y todo un
cablerío. Luz, entre manuales y torpezas, tardó tres días en entender de qué
se trataba, pero cuando lo logró, le sacó sus frutos. Se abonó a una red de
usuarios de alto poder adquisitivo, se convirtió por medio del pago de una alta
cuota de ingreso en otra socia privilegiada y fue de allí de dónde extrajo la
flor y nata de su clientela.
Luz era una prostituta con gustos muy estrictos, que a veces
parecían rituales. Devoraba novelas policiales y, puede sonar raro, pero leía
a Chandler. Adoraba ir al cine por la tarde, especialmente a la primera función
al cincuenta por ciento. Detestaba a Quentin Tarantino pero veía sin
discriminar toda película en la que apareciera John Travolta o Michelle
Pfeiffer, a quien admiraba incondicionalmente. Pero eso sí, nunca la imitaba.
Luz tenía su propio estilo. Su pelo era negro y lacio y le caía hasta los
hombros en una melena despareja. Los ojos tenían el color de su ánimo:
coleccionaba lentes de contacto. Era tan flaca que algunas veces parecía
transparente y otras, etérea. Siempre iba vestida de negro y se había tatuado
un lunar en el nacimiento del pecho. Su único detalle de color era un anillo de
rubí falso engarzado en oro que llevaba en su meñique izquierdo. Parecía bulímica
pero podía darse el lujo de comer sin engordar. Su menú diario consistía en
cuatro porciones de pizza de masa gruesa y vaporosa con queso gruyere, salmón
crudo y rúcula. Usaba cremas que prometaían retardar el efecto del
envejecimiento, se afeitaba las piernas y las axilas con una maquinita que
respetaba los contornos del cuerpo y sobre todo le gustaba mucho la música,
siempre portaba en su walkman cassettes de Sarah Vaughan y Billie Holiday. Every
time you say good bye, incluso, la hacía llorar hasta el agotamiento porque
finalmente, Luz, era una romántica.
El mayor riesgo que corría con cada uno de sus clientes no
era contraer alguna enfermedad. El uso estricto de condones la ponían fuera de
ese peligro. Detrás de cada cliente, Luz creía encontrar, siempre por un
segundo, al hombre de su vida, pero lo mejor era que al segundo siguiente, lo
olvidaba. No era conveniente ni bien visto enamorarse de un cliente y Luz sabía
eso y más: el amor y el dinero no podían mezclarse y muchas veces entre
sudores y jadeos podía olfatear o escuchar secreciones de amor. Era algo de lo
que tenía que cuidarse porque para Luz el amor rankeaba primero, el sexo estaba
después. No podía confundirse y por eso trabajaba con un ascetismo que podía
parecer exagerado. Cada vez practicaba un pequeño y riguroso ritual. Obligaba a
sus clientes a guardar silencio y los rociaba con su propio perfume como para
que ninguna palabra u olor ajenos pudiesen perturbarla. Así también era ella,
intensa y leve a la vez. En el segundo que amaba, era capaz de darlo todo a
cambio de nada; en el segundo que olvidaba, medía sus caricias en pesos y
centavos y no regalaba ni un beso inocente en la mejilla. La incomodaba ser
generosa y mucho menos perder plata.
Fue de un modo inesperado como Luz detectó la llegada de un
nuevo abonado a la red. Su doble apellido la impresionó. No por la cuestión de
que los apellidos fuesen dos, sino por la sonoridad. Esos apellidos le hacían
recordar a un personaje de Chandler y a un tema de Billie Holiday. No tenían
nada que ver pero Luz solía vivir confundida y en el medio de esa confusión y
de esos sonidos creyó entrever el amor, pero un amor duradero, de más de un
segundo. Desde que leyó ese nombre supo que de él iba a enamorarse, del nombre
y de quien así se llamase. La llegada de Aquiles García de Andina a su
computadora y a su vida la transtornaron de un modo impredecible, extrañamente
inofensivo. Luz podía sentirse pequeña aunque avanzara con los pasos
despiadados de un gigante.
Luz siempre guardaba todos sus chats, eran como un
seguro de vida. Con los de García de Andina la actitud fue, desde el principio,
distinta. El registro de las dos únicas conversaciones se convirtió en su
fetiche más preciado junto a la foto de su madre muerta y a un relicario
heredado. Cuando García de Andina pasó a ser un recuerdo polvoriento, los
imprimió y dedicó muchas horas de sus días a leerlos con devoción, buscando
cada vez un nuevo significado y sobre todo, alguna velada declaración de amor.
El primer contacto fue más o menos así. Luz se conectó a su
programa habitual, con el mouse fue a la lista de usuarios en servicio y
allí leyó que Aquiles García de Andina estaba en línea. Marcó su nombre y
lo invitó a chatear. Aquiles aceptó en seguida y Luz se emocionó pero
él, por supuesto, nunca se enteró. Era el verano del 96. Era enero. El chat
fue tan balbuceante y sin sincronía, como cualquiera. Sin embargo, para Luz
esas palabras sellaron el comienzo de algo que, imaginaba, sería fabuloso.
Luz: ¡Qué honor!
García de Andina: El mío.
Luz: Quiero saber quién es.
García de Andina: ¿Quién?
Luz: Estoy exagerando...
Luz: Usted.
García de Andina: Aquiles, 33, abogado...
Luz: ¿Qué más?
García de Andina: 1,75, 75K, soltero, ...
Luz: ¡Cuánto 75!
Luz: ¿Dónde vive? Zona...
García de Andina: Ermitaño, Arroyo y Suipacha,
Luz: lindo barrio.
García de Andina: noctámbulo...
Luz: ermitaño por decisión o desesperación,
García de Andina: por opción,
Luz: mmmm
García de Andina: ¿mmmm?
Luz: ¿Se mira al espejo y se gusta?
García de Andina: Sí.
Luz: guauuuu qué estima...!
Luz: no estoy sobria
García de Andina: No importa. Léa... así soy yo:
autoritario, egoísta, y ligeramente monárquico...
Luz: interesante para la guerra
García de Andina: ¿guerra?
Luz: Sí, intercambio no pacífico de puntos de vista, etc.
García de Andina: ¿Sin armas?
Luz: poniendo lo más ácido de nuestras elucubraciones
García de Andina: Sí, eso me gusta, ...
Luz: Vamos a pelear
García de Andina: Odio el comunismo... Amo a la Coca Cola y
las hamburguesas Burger King
Luz: Me gusta el gin tonic. No como carne. No tengo ideología
y quiero conocerlo....
García de Andina: Cuando quiera.
Luz: Ahora mismo estoy libre...
García de Andina: Su casa o la mía...
Luz: Usted elige. A domicilio: 300. En mi casa 250 ,sin
bebidas ...
García de Andina: Perdón...
Luz: Relea... Tómese su tiempo y va a ir entendiendo.
Cualquier cosa, corto.
García de Andina:...
Luz:¿¿??
García de Andina: Suipacha 1132 8o. 19. La espero en una hora.
Luz: Allí estaré. Una última cosa.
García de Andina: ¿Sí?
Luz: Sólo acepto tarjetas de crédito.
Luz le puso el protector a su pantalla, unas estrellitas que
daban la sensación de viajar al espacio infinito, y empezó a prepararse para
la gran cita. Eligió un vestido negro, de cuello alto y falda larga que marcaba
su figura huesuda y, especialmente, el prodigioso tamaño de sus pezones. Se
calzó un par de zapatillas blancas con plataforma. Se engominó el pelo y
estuvo una hora delinéandose los labios, tratando de convertir su boca en una
pulpa deliciosa. Se echó dos exactas gotas de un perfume ácido y varonil en el
cuello, tomó las llaves de su auto y salió sin cartera.
Aquiles García de Andina parecía vivir en un viejo edificio
Bencich. Luz consiguió estacionamiento en la puerta y se bajó. Alisó su
vestido y calmó su ansiedad tomando un trago de ginebra de la petaca que
siempre llevaba en su guantera. Trazó millones de planes antes de tocar el
timbre y hasta pensó que a lo mejor no le cobraría a García de Andina. Su
mano entera se apoyó contra el timbre y lo tocó con furia y deseo. Nadie
contestó. Luz, sin inmutarse, insistió. Otra vez no hubo respuesta. Hizo un último
intento. No quería pensar en los malos presagios. El cielo estaba limpio y la
luna llena. Nada malo podía estar pasando. Revisó la dirección y el horario y
todo estaba correcto. Esperó unos segundos sin saber qué hacer y cuando supo,
pateó la puerta hasta lastimarse las rodillas. Apareció el portero y le aseguró
que allí no vivía ningún Aquiles García de Andina ni nunca había vivido.
Luz no contaba con eso y se desmoronó. Pero su amor, arbitrario y ahora nada
fugaz, no murió en ese instante. Se agrandó y cobró el tamaño de una obsesión.
Luz manejó a toda velocidad hasta su casa y al entrar se
arrojó sobre la computadora. Se conectó y esperó como una enamoraba infeliz
la aparición de Aquiles García de Andina. Esperó durante cuatro horas. Ya
amanecía. Cuando estaba por despuntar el primer rayo de sol, García de Andina
también se conectó y esta vez fue él quien la invitó a chatear. Luz,
vislumbrando las disculpas, aceptó sin dudarlo.
García de Andina: ¿Qué pasó?
Luz: No estabas... El portero me dijo...que no vivías ahi...
García de Andina: ¿Dónde?
Luz: En la dirección que me diste
García de Andina: sí que vivo...
Luz: No entiendo...
García de Andina: El portero es un idiota..
Luz: Ajá...
García de Andina: Volvé... No aguanto...
Luz: Ok. Esperáme en la puerta.
Luz no dudó ni por un segundo que Aquiles García de Andina
le estaba diciendo la verdad. Sin mirarse al espejo, volvió a tomar sus llaves
y a manejar por las calles que ahora estaban empezando a llenarse de autobuses,
taxis y personas yendo hacia sus trabajos reales. Estacionó en el mismo lugar.
Un chico de 15 años la estaba esperando en la puerta. Luz tardó un segundo en
darse cuenta y, con temor, le preguntó si él era Aquiles García de Andina. El
chico con un movimiento de cabeza le dijo que no. Sin hablarle la guió hasta el
ascensor y subieron el trayecto en un tranquilo silencio. Luz no quería
imaginar nada, ni sacar conclusiones. Sólo esperaba encontrarse de una vez con
su amado Aquiles García de Andina y hacerle el amor como nunca se lo había
hecho a nadie. Su bombacha empezaba a humedecerse. El ascensor se detuvo y el
chico la guió en silencio hacia el departamento. Con una llave que parecía
propia abrió la puerta. Luz no entendió lo que vio. Otros cuatro chicos de la
edad del primero la estaban esperando y apenas puso un pie en el departamento,
uno de ellos, de piel blanquísima y pelo dorado hasta la cintura, se acercó a
un centímetro de su boca y le dijo: “Nosotros somos Aquiles García de
Andina”. Luego se retiró y se alineó junto a los otros, todos tan parecidos
a él que podrían haber sido sus clones. Lo único que hicieron fue
contemplarla, siempre en silencio, como si las escasas palabras que pudiesen
transmitir proviniesen del tecleo ante sus computadoras. Eran vírgenes. Luz
pudo olerlo y su olfato nunca fallaba. Después lo comprobó. Estaban de pie y
Luz se les acercó y los tanteó. Buscó un lugar privado y los hizo pasar de a
uno por vez. Con los ojos cerrados hizo el amor con cada uno de ellos y trató
que ninguno notase como una única lágrima le rodaba por la mejilla, creando
una recta perfecta que terminaba en su mentón que ahora temblaba. Luz no sabía
si era miedo o dolor. No hubo sonidos. Nadie gimió ni emitió alaridos. Sus
orgasmos fueron silenciosos, cautos y por supuesto protegidos por el latex de
condones color piel. Los chicos le pagaron lo convenido y todos mantuvieron el
ritual de silencio hasta que Luz traspuso la puerta, la cerró y esperó el
ascensor. Sólo entonces unas carcajadas de hiena lastimaron sus oídos y cuando
los chicos terminaron de reír hasta quedar ahogados, tirados sobre el piso, Luz
ya estaba en su casa desarmando el monitor de su computadora, desnuda y abatida,
buscando allí dentro a su hombre perdido. En alguna parte tendría que estar
Aquiles García de Andina. No había sido un sueño. Había sido.